Aunque los países hayan cambiado su política de la inmigración por una proclama de inmigración cero, incluidos aquellos que históricamente se han mostrado a favor de ésta, todos tienen que relacionarse por lo menos con los inmigrantes que ya se han establecido de manera permanente en su territorio. A pesar del descenso del flujo de inmigrantes sigue siendo necesario el plantear políticas de integración y convivencia.
En Europa la inmigración no es un fenómeno reciente pero ningún modelo europeo parece haber solucionado la cuestión de la integración, que de hecho se ha convertido cada vez más en un problema. Sociólogos, políticos, urbanistas, y ciudadanos nos preguntamos por qué. Algunos, hasta nos atrevemos a sugerir algunas respuestas.
Si nos limitamos a hablar de Europa, podemos resumir en dos tipos las medidas adoptadas por los estados en temas de inmigración: medidas multiculturales y medidas asimilacionistas.
“El inmigrante”, obra de Joel Bergner, foto de Wally Gobetz
El multiculturalismo puede ser definido como un enfoque cultural, una manera de concebir la sociedad que contrasta con los intentos de homogeneización de la década de 1980 del siglo XX, que aboga por el respeto a la identidad cultural y a la diversidad.
A partir de este principio se han desarrollado modelos políticos donde las diferencias no son solo reconocidas, sino promovidas, y consideradas como la base para una convivencia pacífica y enriquecedora. Un ejemplo emblemático fue la sociedad británica de los ‘60 con su proyecto político de construcción de una comunidad de comunidades: a los inmigrantes se les permitía conservar su lengua sin que ello les impidiese adquirir la ciudadanía y las leyes contra la discriminación les garantizaban la igualdad de trato ante la ley.
En general, los estados de tradición liberal como Gran Bretaña, Países Bajos —y fuera de Europa Australia, Canadá y Estados Unido—- adoptaron políticas multiculturales, aunque por razones distintas en cada caso.
El modelo de Gran Bretaña no se puede considerar un éxito. Pese a la nobleza de sus principios, la política multiculturalista ha producido casos de aislamiento y la concentración de problemáticas, sin generar como contrapunto una disminución del racismo, tal y como demuestra el resurgimiento de partidos políticos conservadores y nacionalistas en toda Europa.
Por otro lado, países como Francia o Alemana optaron por políticas de asimilación, basadas en que los inmigrantes deben integrarse en la estructura de la sociedad de acogida. De hecho, Francia, en particular, siempre se ha mostrado a favor de la inmigración. Su modelo asimilacionista no procede de la naturaleza étnica del estado francés, sino de sus raíces históricas, que se refundan en la Revolución Francesa del 1789 y en la “Carta de los derechos del hombre y del ciudadano”, que afirma que las personas deben convivir sin importar ni su religión ni su cultura de origen.
Las revueltas de los “banlieues” en 2005 confirmaron el fracaso de ese tipo de modelo y demostraron que no es fácil para los inmigrantes encontrar un lugar en el que se dé un equilibrio entre sus raíces, su individualidad y su deseo de pertenencia.
“Periferia rebelde”, foto de Claudio Cáceres
Hoy en día los estados parecen estar de acuerdo en que son los inmigrantes quienes deben integrarse y ajustarse, aunque no se sabe exactamente a qué valores. Lo que se está promoviendo es un modelo de tipo neoasimilacionista. El mismo por el que Francia estableció en 2006 el Contrato de Acogida e Integración (CAI), una especie de pacto republicano entre el inmigrante y el estado francés que los recién llegados están obligados a firmar. De esta forma, el estado francés reconoce que ciudadanía e identidad pertenecen a dos registros distintos, y que la una no excluye a la otra.
Es verdad que la identidad tiene más de una forma. Todos podemos ser a la vez ciudadanos, creyentes, hijos y padres. Pero hasta que no creemos un horizonte de valores comunes donde los individuos de las nuevas sociedades plurales se reconozcan, los recién llegados volverán a sus raíces en busca de un conjunto de valores en los cuales se puedan reconocer. La insistencia misma del estado francés en continuar afirmando su naturaleza neutral y su voluntad por relegar la religión al ámbito privado, sin tener en cuenta, por ejemplo, las protestas por el uso del velo, parece un falta de reconocimiento a un gran número de ciudadanos que rechazan esta neutralidad, como si estos ciudadanos, por pasar a ser franceses, debieran abandonar sus raíces y parte de su cultura.
La presencia masiva de casos de segregación en el espacio de la ciudad, tanto en Francia como en Gran Bretaña, confirman una vez más la escasa eficacia de ambas políticas de integración. Algunos comparan las Zonas Urbanas Sensibles francesas con los getos americanos.
En efecto, la desigualdad de ingresos y las prácticas discriminatorias en el mercado de la vivienda conducen a la concentración desproporcionada de minorías étnicas en determinadas zonas urbanas. Por otro lado, cada grupo tiende a utilizar su concentración como forma de protección y ayuda mutua como respuesta a la falta del horizonte de valores comunes mencionado anteriormente. La acción defensiva de los grupos termina por reforzar el patrón segregación social.
Instalación vecinal en Lavapiés, foto de Olmo Calvo
La política de urbanización debería formar parte del paquete de medidas para la integración de inmigrantes, a fin de evitar que se produzcan fenómenos de urbanización “cerrada” y lograr que la ciudad receptora sea también una ciudad inclusiva.
A la preocupación de los urbanistas por integrar las distintas clases sociales, se suma la necesidad de lograr la integración étnica. Según Juan Díez Nicolás, la ola de violencia que asoló en Francia no se ha producido en Madrid gracias a que el urbanismo vertical de la ciudad favorece la integración de los inmigrantes.
Ciertamente, la política urbana puede favorecer la integración, aunque no es suficiente de por sí. De nuevo el problema se plantea en términos de pertenencia, de formar parte y de participar, en definitiva, en la construcción del espacio común.
Para terminar, me permito sugerir un artículo que cita el académico y politólogo Joan Prats i Català, donde se resume el problema de la integración, que es un problema político y epistemológico al mismo tiempo:
Una población poco comprometida en el hacer ciudad acostumbra a favorecer las actitudes de rechazo hacia la diferencia. Por el contrario una ciudadanía activa y comprometida demandará una política comunitaria y multidimensional, basada no solo el la protección de un espacio publico para que sea un espacio de encuentro y convivencia, sino también en la promoción social de los infractores y de prevención para lograr canalizar positivamente la conflictividad social explicita y latente que está en el origen de las situaciones de violencia. Es decir, una ciudadanía socialmente activa reclama una ciudad socialmente inclusiva, es decir, construida de manera compartida entre los distintos actores y los distintos sectores de la ciudadanía.
Texto escrito por Valentina Brogna (valentinabrogna@yahoo.it) para Ecosistema Urbano, publicado previamente en La Ciudad Viva (@laciudadviva).