Nos estamos acostumbrando a ver el espacio público como un lugar de paso, como el camino que une dos puntos. La calle no es ya un lugar para estar, es un lugar por el cual pasamos mientras vamos de un sitio a otro. Esto es más patente en las grandes ciudades. Las plazas y los parques se están convirtiendo en fríos y duros lugares de paso. Se puede ver en la Puerta del Sol, por ejemplo o en la Plaza de Callao. El espacio común es un intermediario, ahora entre la casa y el trabajo, entre el instituto y el centro comercial…
Los ámbitos de comunidad son comunales, de propiedad colectiva, y tienen un régimen de enajenación y explotación especial. Ivan Illich estudió los ámbitos de comunidad en las sociedad antiguas. Los define como “esas partes del entorno a las cuales el derecho consuetudinario imponía formas particulares de respeto comunitario. Se trataba, para los aldeanos, de esas partes del entorno que no les pertenecían, pero sobre las que tenían un derecho de uso reconocido, no para producir bienes mercantiles sino para asegurar la subsistencia de su familia.” De esta forma todo lo que no era propiedad de alguien era un ámbito de comunidad. Esto no es exactamente un espacio público, no se puede comparar el régimen jurídico de uno y otro, pero esto no es lo más importante, lo más importante es la función de estos ámbitos de comunidad.
En las sociedades campesinas preindustriales estos lugares comunes eran donde descansaban los animales, donde los que no podían producir recogían las plantas medicinales, donde los más pobres llevaban a sus animales a pastar, etc, su función era pues de soporte de subsistencia, pero también eran una forma de “garantía” en los tiempos de escacés.
Hoy ese lugar que antes fue de libre reunión, de usufructo y de explotación para la subsistencia, de creación, de intercambio al margen de las reglas del mercado se ha convertido en el duro “no-espacio” de paso, en la línea que une dos lugares de producción o consumo, de producción o de reproducción y esto ha significado la sustitución de un espació comunal, creativo y solidario por uno privativo, controlado y más estéril, por una parte desaprovechado y por otra comercialmente sobreexplotado, especialmente por la publicidad.
Esto no sería tan problemático si nuestra forma de organización social y económica fuera incluyente y sostenible (realmente sostenible), pero desde hace tiempo vemos señales cada vez más claras de que las ideas que le dan un soporte al mundo en que vivimos nos llevan al colapso: este sistema tiende a excluir a cada vez más gente y a largo plazo está condenado al fracaso por razones ecológicas y sociales.
Aquí es donde el urbanismo, la arquitectura, la economía, la antropología, la ecología o la sociología pueden decir algo…
Con los miles excluidos que hay en nuestras grandes ciudades podemos hacer varias cosas, una es alejarlos de las zonas turísticas, del centro de las ciudades y de los barrios residenciales de más alto nivel hacía las periferias que, por su puesto, tampoco estan preparadas para recibirlos, otra es esconderlos en refugios y albergues, tratarlos como si fueran inútiles o incapaces, darles una pensión y olvidarnos del problema. Cualquiera de estas dos cosas las tendríamos que hacer períodicamente porque la exclusión no tiende a disminuir.
Ninguna de estas dos es una respuesta satisfactoria, claro está. Tal vez la tercera tampoco lo sea, no completamente por lo menos, pero me parece una mejor forma de afrontar el problema o por lo menos un buen punto de partida para empezar a pensar otras soluciones.
Los nuevos ámbitos de comunidad
Una nueva propuesta requiere un cambio de enfoque. Hasta ahora el enfoque de la marginación ha estado sobre los marginados, como sacarlos de esa situación, como esconderlos si no se pueden sacar, o como acabar con ellos. Ahora bien, esta exclusión puede ser una oportunidad privilegiada: las miserias del presente pueden ser riquezas de lo posible, diría André Gorz. Son las personas que están mas en los márgenes (marginadas) las que pueden crear una alternativa a un sistema que se desmorona. Tratemos de ver esta situación de exclusión como una semilla de una nueva forma y no como un desecho.
En una situación ideal, si este espacio publico sobre comercializado y desaprovechado incorporara ciertas condiciones que lo hicieran capaz de dar cobijo y subsistencia a las personas que han sido excluidas del sistema conseguiríamos dar una opción menos paternalista y menos asistencialista a miles de personas que dependen de la caridad, sea pública o privada, para sobrevivir.
Esto significaría una reconceptualización de lo que es un sin techo, un parado, un mendigo… Una persona sin una casa propia podría habitar la ciudad como un neonómada, ser un parado no tendría que ser un problema o por lo menos no tan grave, porque las condiciones materiales para la supervivencia estarían dadas y, lo que es por lo menos igual de importante, las condiciones sociales del que no tiene un empleo remunerado también serían distintas: la exclusión social del parado en la sociedad del empleo es brutal, en la práctica el empleo es lo que da estatus, reconocimiento y muchos derechos, entre otros el derecho legítimo a subsistir, lo demás es caridad.
En esta situación ideal el espacio público no sería de transito sino de habitación, de reunión, no sería un espacio eminentemente comercial, sino social, no estaría delimitado por el dinero, ni dividido por la clase.
Fuera de esta situación ideal bastaría con diseñar el espacio de forma menos repelente, menos dura, menos distante. En lugar de dividir los bancos de las plazas para evitar que la gente se acueste, poner hamacas, bancos más cómodos para los que tienen que dormir en ellos o solo para los que quieren descansar, darles siempre sombra en verano y cubierta en invierno; cambiar la dura y fría piedra de las plazas por una superficie más amable para los que caminan descalzos; facilitar el transito a pie para los que no tienen coche; dejar un poco más de lado las flores y los arboles que solo adornan por cultivos urbanos que además de adornar den frutos, medicinas, especias; abrir talleres de creación o reparación para los que no pueden o no quieren comprar; pensar el urbanismo y la arquitectura como un arte social y no solo como una técnica o una ciencia académica, en definitiva, cambiar el espacio público estándar por un ámbito de comunidad por donde la gente no pase, sino donde la gente esté.
Escrito por: Anníbal Hernández
Anníbal Hernández es Diplomado en Gestión y Administración Pública en la Universidad Carlos III de Madrid y Licenciado en Antropología Social y Cultural en la Universidad Autonoma de Madrid, interesado especialmente en temas de desarrollo, decrecimiento, urbanismo, participación y transformación social.